martes, 1 de junio de 2010

Todo un ritual.


Antes había una liturgia en torno al hecho de poner una inyección, asunto que se consideraba de suma importancia hasta el punto de dedicar la vida entera a ese menester unos señores que se llamaban practicantes.

Llegaban a casa del enfermo, saludaban ceremoniosamente a la familia. Ya cerca del enfermo pedían espacio libre en una mesa, un plato, un poco de agua, algodón y alcohol. Acto seguido sacaban un pequeño estuche de cuero, un hervidor metálico y una aguja. Vertían un poquito de alcohol en la pieza inferior, le daban fuego y ponían a hervir la jeringa de cristal y la aguja sobre la llama. Logrado el hervor, el practicante retiraba hábilmente el recipiente con unas pinzas de Pean y apagaba el fuego. Luego colocaba la jeringa y el émbolo en el plato y esperaba unos segundos hasta que la temperatua permitía tomarla con los dedos.

La técnica consistía, una vez cargada la jeringa con el medicamento, en limpiar con un algodón empapado en alcohol la zona, dar unos cachecitos en la nalga, entre los que iba incluída la introducción de la aguja, acoplar la jeringa cargada, aspirar para comprobar que no se había pìnchado un vaso y por último, inyectar el contenido lentamente. Después de retirar la aguja se le decía al paciente que mantuviese el algodón comprimiendo unos minutos.

Los practicantes cuidadosos solían tener una piedra especial para afilar las agujas. Una vez recogidos los bártulos, el practicante pasaba al baño a lavarse las manos y dejaba la estancia, deseando un próximo restablecimiento o despidiéndose hasta el día siguiente. En el ambiente quedaba una atmósfera a balsámicos, alcohol quemado, ciencia y misterio.

El enfermo se sentía amablemente atendido y reconfortado.

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